31 de octubre de 2011

Piel ardiente y fértil del desierto

La Casa de los Cristales
  tras el Diluvio                  
Piel de la Tierra, piel del Cuerpo.
Al sur de las crestas calcáreas de cima nevada,

el páramo color teja:
badland, magnífico desierto arcilloso,
desventrado anticlinal,
paisaje lunar hacia el sureste.

Y sin embargo, torrentes bajan de las laderas 
y surcan las llanuras hacia una
desembocadura que es el desierto mismo.

Tras los badlands, el relieve se suaviza, semeja piel de vientre. El río rotura un meandro y riega   el oasis, el hogar.                              
        
En un texto de los Trabajadores de la Luz, leo estos fragmentos:

El desierto: camino del ser

Dunas en Merzouga
El desierto es geografía con características propias, que facilita la intimidad y el aislamiento. El desierto simbólico es el interior de cada persona, donde uno se encuentra solo y a sí mismo, debiendo en ese autoconocimiento verse tal cual es y aceptarse para poder cambiar.

El desierto nos invita a los dos lugares. En el primero, uno estará solo con la naturaleza, y en el otro, estará solo con el mensaje y la urgencia de un compromiso mayor por la humanidad.

En las Escrituras se dice: "Es en el desierto donde Dios forja a sus profetas". Allí se han dado algunas de las más importantes experiencias místicas. Uno se confronta a sí mismo en un paisaje que invita a la introspección: en medio de la soledad aparente del desierto, en un lugar en el que pocas cosas ocurren, es donde más fácilmente puede darse la oportunidad de un contacto interno.

En el desierto, uno se encuentra, antes que nada, enfrentado a su mente, debiendo lidiar con sus pensamientos y su propia naturaleza. Es en esos parajes solitarios, que solo cambian con el juego de las sombras, donde los miedos y temores ocultos adquieren forma y sonido. Y es entonces cuando la prueba puede ser superada si es que uno llega a hacerse parte de ese paisaje, y descubre la profunda belleza y armonía que el ambiente de silencio regala para la comunicación y la experiencia múltiple.

Cuando uno descubre el desierto interior, y su aridez no sea algo ajeno, sino que más bien lo comprende y asume como parte de la diversidad de la belleza de la naturaleza y del proceso de aprendizaje, llega a valorar el oasis siempre existente. Entonces descubre el ojo de agua, la fuente secreta espiritual, que no sólo se halla en el lugar sino que lo acompaña a uno donde vaya. Pero no sólo el recuerdo. La fuente seguirá manando desde dentro de uno, como un manantial de sabiduría y orientación para los demás.

Integrarse con el propio desierto constituye un momento de pureza, una experiencia de autodescubrimiento y el primer gran paso para establecer el puente con las estrellas.