29 de noviembre de 2010

Suprema luz de libertad


El invierno pasado conocí Kabus, y reconocí algunos trazos de mi vida... La primera vez que oí hablar de la Frontera había llovido a cántaros. Era primavera, hace año y medio. Como decía, el invierno pasado me llegé al paralelo 30. En esa geografía me sucede algo tan curioso como sentirme extranjero donde nací y parecerme ajenos mis compatriotas, y, sin embargo, próxima la gente más desconocida. Más si habla una lengua que me es totalmente ajena. En cierto modo, he perdido mi camino en la ciudad, donde apenas se mira a los ojos; sin embargo, creo haberlo encontrado en los renglones que el viento tatúa en las laderas vivas de las dunas. 

Escribiendo esto me viene memoria de sensaciones en aquellos días a las puertas del desierto. Emociones de gran intensidad amplificadas por la desnudez del paisaje. Ningún fenómeno es puramente un dato allá; el sol de la mañana, el viento de la tarde o la conversación no son sólo circunstancias o hechos cuya regularidad convierte en rutinarias. Recuerdo el amanecer de un día, la luz creciente en las ventanas de celosías plateadas. Recuerdo el tacto de una mano, el paseo a las dunas, las largas sobremesas al sol, lás ráfagas de un violinista llamado Viento que interpretaba notas del Enigma en las ramas y foliolos de un tamarindo.

Me senté bajo uno de ellos. Sobre la arena, encontré el fósil de un caracol espiral. El aire agitaba las hojas. Escuché su siseo. Tuve sed y me comí dos mandarinas.

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